LA LUZ DEL GOZO
(Fragmento del tratado «Al otro lado del espejo» de Antonio Carranza) Podemos entender la vida como un permanente convenio de luces y sombras, intercambio de tonalidades que se expresan desde la misma dualidad. De esta manera, tanto el placer como el dolor se convierten en el ajuste imprescindible de la emoción. El alma humana viaja, por decir así, del recinto estable de la madre, donde el feto se siente protegido, a la inhóspita realidad de un mundo acosado por la carestía, por la insatisfacción, por la penuria que nos lleva a todo tipo de deseos. El subconsciente anhela un remanso de gloria, la plenitud de donde partimos que en algunos casos puede intuirse, mas no llega a establecerse.
De esta manera surge el ideal, como la proyección del inconsciente hacia aquello que se toma como maravilloso. Y es así como el ser humano se aleja de continuo de su presente, instalando la psique en multitud de referencias con las que ilusamente se pretende mitigar toda sensación de frustración y dolor. Sin darnos cuenta pretenderemos escapar de la realidad a través de la expectación; y sin conciencia seremos causantes de todo tipo de enfermedades, movidas sin duda por este vuelco incesante hacia la serie de provocaciones que incitan al Yo.
La vida en sí misma es orgónica; esto significa que si sabemos atender adecuadamente a todas y cada una de sus manifestaciones, podremos instalar la emoción en el centro del placer. La dicha está por todas partes, es inherente a los cuatro elementos y a la luz que impacta cada mañana en la vida. Sin embargo, el ser humano común y corriente no sabe apreciarla. «Esperanza en el corazón y gratitud en la mente», suelo indicar a aquéllos que deciden ensuciar su campo astral con la queja y las sensaciones molestas de no tener lo que desean. Desafortunadamente, buscamos el orgón en estímulos mundanos que despierten brevemente nuestro faro sensorial. Será un placer de fuga al que tendemos, sedientos de sensaciones, atrapados psíquicamente en un platónico entusiasmo, un lapso que nos parezca sugerente con el que escapar de la realidad y entretener el tiempo. El orgasmo sexual en la mayoría de ocasiones no deja de estar exento de esto. ¿Podríamos considerar la vuelta a casa, al seno de la Madre que nos alumbró, como una conquista de paz y equidad? ¿Deberíamos de entender que el verdadero progreso espiritual lo define la templanza, la sensación de plenitud que un individuo puede lograr en la medida en que trasciende el desafecto y el vano deseo? Trascender el bucle del tiempo es una cuestión de temperatura. Anímicamente oscilamos de la fogosidad al desencanto, y es en este péndulo emocional donde el tiempo ejerce un iluso yugo en la psique. La servidumbre hacia lo temporal sucede cuando proyectamos cualquier tipo de logro, de insuficiencia. Tal y como nos indicaban los antiguos egipcios, si en la mente se detiene la rueca de la necesidad, el ser humano puede conquistar la Inmortalidad, que no es ni más ni menos que el estado de Totalidad inherente a su esencia. Esto es como decir que hemos dejado de ser esenciales para rendir culto a todo lo que es superfluo y nos sume en el marco de la ilusión. En consecuencia, entenderíamos por iluso a aquél que persigue beneficios prosaicos, sin darse cuenta que este hábito lo aleja más y más de lo que en verdad es primordial, de la experiencia de su Ser interior. La armonía que requiere el alma sucede cuando se libera del acoso de la inquietud, que fuerza en el subconsciente biorritmos de apremio.
Las antiguas culturas mistéricas consideraban el culto a la Madre Divina como una forma de estimular la pureza, entendida como delicadeza en la forma de apreciar los estímulos vitales. La virtud no sucedía desde la privación o la represión inconsciente, sino más bien desde la capacidad del individuo sensible en canalizar adecuadamente la luz del gozo. En este sentido, en Oriente Devi kundalini era considerada como un atributo sustancial susceptible de abrir los chakras (vórtices de energía que conectan los campos) y otorgar la gran lucidez en el iniciado. Y asimismo sucedía entre los egipcios con la diosa Hathor, o bien con la Lilith o la Astarté sumeria. En consecuencia, las antiguas tradiciones marianas nos invitaban a despertar el adecuado tacto y sensibilidad frente al banal estímulo. Nos parece notable la costumbre que se experimentaba en la Edad Media en Irlanda, en el convento de clausura de la Orden de San Bredan. Cercano a un monasterio de mujeres, tenían la costumbre de yacer el monje y la monja juntos, limitando sus encuentros a un trance amatorio elevado, no sujeto a la ansiedad pasional. ¿En qué medida respirar conscientemente la luz astral del sexo complementario puede alcanzar un estado de sublimación susceptible de trascender la dualidad psíquica, de disolver las sombras reactivas del «Ego»? Desde mi punto de vista, puede convertirse en un ritual sagrado, siempre y cuando el individuo se trabaje aquella reactividad que cría conflicto y alimenta su foco de dolor. La denominada sexualidad sagrada es un sello, una rúbrica emocional que cura el alma y, en consecuencia, nos ayuda a alcanzar ese estado de plenitud e integración. Cuando el Yo queda exento de la reactividad y del deseo, el alma se sublima. El gran Zoroastro decía que «es el deseo el que encrespa en la mente el delirio humano». Si en una relación o lapso de vida el sujeto ha sufrido, si no se dan aquellas expectativas que ha deseado, si su alma siente un oscuro vacío, de forma automática forzará la mente hacia nuevos estímulos. La psique está programada para codificar intervalos de placer con los que restarle crédito a la sensación de frustración y a la misma muerte. Pretenderá inconscientemente mitigar la zozobra con el vano deleite, la mayoría de las veces estimulado por los dos referentes primarios del animal que, en definitiva, somos: la comida y el sexo. En mi anterior tratado «El humus humano» analizo ampliamente el itinerario de la cueva intrauterina, en donde el homínido se siente alentado por la calidez materna, hacia espacios desprotegidos y fríos que guardarán relación con su necesidad de expansión y conquista. De esta manera, en toda esta trayectoria evolutiva, pretenderemos alejarnos lo más posible de cualquier conato de escasez, sin darnos cuenta que terminaremos por sustituir el hambre del cuerpo físico por muy dispares síntomas de avidez. El arco de la necesidad se amplifica. Esta inclinación hedonista nos llevará sin remedio a una permanente angustia en relación a aquello que no se obtiene, y a la ansiedad que volcará la emoción hacia lo que se desea. Básicamente, estas dos inclinaciones se han de convertir en la causa cardinal de cualquier trastorno o enfermedad. Por ello, aquí nos parece fundamental poner en evidencia que los estímulos agitados por el desasosiego, por la avidez ansiosa y pasional, cercan al alma humana en el circuito del dolor. Paradójicamente, la persona pretende escapar de la frustración con todo tipo de alicientes que satisfagan a su Yo, mas sin darse cuenta que mediante esta inercia genera más tribulación. Asimismo, nos parece importante comprender que si en nuestras circunstancias humanas alentamos la angustia y la ansiedad, ensombrecemos la luz del alma. La palabra pasión etimológicamente significa dolor; y hemos de decir que cuanto más ímpetu volcamos en el placer, coagulamos en el alma un poso de desasosiego que le impide progresar. Cuanta más efervescencia, más ceguera. Los placeres ordinarios anestesian la psique, nos proporcionan una pasajera sensación de alivio; sin embargo, la mayoría de ellos descorazonan al alma. Es por este motivo que ansiamos más. Somos ávidos porque estamos educados para alentar la insatisfacción. En consecuencia, la sociedad hedonista que nos toca vivir elabora de consuno múltiples objetos de placer con los que mantener absorta la psique humana. ¡Y esto el cuerpo lo sabe! En muchas personas hierve… se enerva, altera sus biorritmos y demanda de forma automática más y más lubricidad con la mitigar su zozobra. Es una condición que los cátaros pretendieron reflejar en la ermita dedicada a María Magdalena, en el sur de Francia. En efecto: en la iglesia de René Le Chateau podremos observar al mismo Lucifer como soporte y pilar de la concha, en la pila bautismal. La luz que impregna el fuego pasional debe ser sublimada, esto es: liberada del humo que empaña la misma emoción. El original sacramento del bautismo era un compromiso iniciático con el que depurar el fuego pasional, ese «phósforos luciférico» del que hablaban los alquimistas medievales. La concha (venera) representa el habitáculo de donde la diosa Venus (Afrodita) ha de surgir para otorgar al iniciado el trance de un amor sublime. Así pues, la palabra venerable se concedía a aquellos tocados por esta luz, seres especiales que en multitud de iglesias eran representados con una concha sobre sus cabezas. De esta manera los cátaros exaltan la energía de Magdalena, para un culto que pondrá en evidencia la luz amorosa que ella y Jesús experimentaron, al margen del impulso libidinoso.
De la misma manera La Orden del Temple vivía un ritual de alto grado en el que el iniciado tenía que abrazar al Baphomet, representación de esta energía luciferina. El Macho cabrío de Mendez, derivado del arcano Nº 15 del tarot original egipcio (LA PASIÓN), representaba para ellos un entrenamiento psíquico y emocional. Se entendía que cuando el Yo reacciona a la contra, o bien el deseo empaña la psique, perdemos la ecuanimidad y la templanza. Es de esta forma que generamos una energía astral desafortunada que nos lleva a los diferentes trances de la pasión. El verdadero templario vencía de forma consciente el ímpetu que simbolizaba el Baphomet, circunstancia que lo acercaba a su sacerdotisa particular para llegar a experimentar los trances de un delicado amor. Decir que este ritual fue tomado por la ortodoxia católica como argumento de que los templarios adoraban al diablo, uno de los motivos condenatorios que los llevaron a la hoguera. De esta manera la templanza alcanzaba para el alma un depurado resultado. El gozo, impregnado por la luz del amor, proporcionaba a los amantes la cumbre espiritual que anhelaban.
La relación directa de la paz y el sosiego con la salud fue contemplada ampliamente por antiguas escuelas iniciáticas. Tanto el tantra yoga, el equilibrio sensual que se procuraba en los Misterios Eleusinos, como los principios epicúreos de la antigua Grecia, procuraban despertar en la conciencia humana un aliento saludable hacia un sublime placer. Así se nos presenta de forma palmaria en el arcano Nº 6 del tarot egipcio: LA INDECISIÓN. En esta lámina se aprecia al iniciado con la mirada orientada hacia la mujer KUNDRI, aquella que lo provoca y seduce con los placeres ordinarios que han de empañar su percepción. No obstante, a la izquierda vemos como la dama URANIA, la mujer sacerdotisa que ya ha elevado la serpiente del deseo en el entrecejo, lo quiere guiar hacia la luz del gozo tántrico. El piadoso mantiene sus brazos en una actitud de recogimiento, mas se encuentra sumido en la duda, en un evidente conflicto entre los planos mundanos y el gozo espiritual, hacia donde tienden sus pies. La energía siniestra que en las aguas de la carta representa el triángulo invertido nos anuncia que se encuentra predestinado a vencer la tentación. Para ello, deberá comprender cómo un arconte de la Ley Divina apunta con su flecha desde el cielo del arcano a la KUNDRI y, asimismo, atender al trance del amor consciente, simbolizado por el corazón atravesado por la flecha que se observa en el margen superior. La energía kundalini se expresa en la serpiente que ha de ascender por la anatomía oculta del adepto para llegar a apreciar su luz espiritual, cuando desiste del sombrío espejismo. (Ver nuestro anterior tratado «El sendero del Sol (Misterios del antiguo Egipto)». El término sanscrito tantra significa telar. Se entiende que en el telar de la vida siempre estamos tejiendo luces como sombras. La sensibilidad organiza los hilos de la luz para el gozo supremo, mientras que la persona burda y grosera teje sombras. Este tejido es la propia vida, porque abre la capacidad espléndida de integrar todo lo que nos rodea y, asimismo, favorecer la luz de la conciencia y la mesura en el mismo placer. Cuando un iniciado alcanza la capacidad de asumir y trascender sus equívocos y dilemas y los de los demás, no sólo activa en su alma el favor de relativizar los síntomas de la vida, sino que abre su corazón a la luz de la compasión, antesala del amor sublime. La luz del gozo clarea o se opaca según la excitación que experimenta el sujeto frente a aquello que lo estimula. En este sentido, cuanta más ansiedad o lubricidad, mayor será el desencanto que experimente el alma humana, por mucho que pensemos que estamos atenuando la oscura desazón. El impulso concupiscente emborracha la percepción. Todo individuo que decide transitar un camino verdaderamente iniciático debe comprender cómo el deseo instintivo provoca en el alma pulsos imprecisos que no favorecen la experiencia espiritual. El juego amatorio se convierte en un oportuno laboratorio repleto de estímulos y sensaciones donde la pareja aprende a pasar de la querencia animal y ardiente, al tempo preciso que puede curar al alma de sus trances de dolor. No se limpia el campo del dolor que cría el subconsciente mediante la vehemencia y el frenesí. Cuando una persona recolecta todo tipo de sensaciones con avidez, está cristalizando en su alma más y más carencias. Al «querer» lo impulsa el deseo, y sucede porque el individuo no ha aprendido aún a respirar saludablemente el placer. De esta manera los centros de la máquina orgánica, a saber: intelectual, emocional, motor, instintivo y sexual, congestionan su energía, derivando hacia el campo vital todo tipo de enfermedades. Nos parece significativo el caso del conde Zanoni, un maestro espiritual que llegó a despertar la luz de la conciencia, sublimando su energía y abriendo la gran percepción. En este proceso cardinal de su vida se le aparece Viola, una cantante italiana que lo seduce y pretende atraparlo en su celada amorosa. El iniciado se enamora perdidamente de la mujer y se debate en esta prueba pavorosa denominada «La prueba erótica de Irene». Decimos en nuestro anterior tratado La lámpara de Diógenes (el sendero iniciático): «En esta prueba importante aparece como entrenadora una persona que ejerce un hechizo y una atracción astral muy fuerte. Sucede para que el iniciado descubra la importancia de que sus relaciones se establezcan desde una adecuada complicidad espiritual. Esta persona que nos llega de forma atrayente tiene, la mayor parte de las veces, una implicación recurrente de otras vidas, lo que hace que el encantamiento sea muy intenso. »Una relación de pareja está representando el casamiento y acuerdo de las energías Yang y Yin, el encuentro del dios Shiva y la diosa Shakti en la vibración del alma humana. La luz de este encuentro dual representa para la vida la danza cósmica de donde emergen los siete radicales del fuego (los cuerpos existenciales del Ser). En consecuencia, un hombre y una mujer, cuando concilian la luz de un amor sensible, afectan saludablemente a sus siete cuerpos. Así los Misterios Menores se sellan con esta fundamental alianza en el amor de un iniciado que encuentra a su consorte para que ambos vibren oportunamente y progresen en la depuración de sus energías». El conde Zanoni termina suspendiendo la prueba, perdiendo en consecuencia aquellos poderes espirituales que había logrado, por mucho que su maestro en este trance le advirtiera de las repercusiones que tendría para su alma la caída hacia la fascinación erótica. El alma humana evoluciona espiritualmente cuanto más se aleja del hábito pasional. Desde mi punto de vista es cuestión de ritmo, de tempo y sensibilidad. Es el compás saludable el que integra la vida. Es el tempo de la respiración el que instala armonía en el alma, para un concierto donde los sentidos se amplifican y en donde la sensibilidad armoniza los tres sistemas: respiratorio, nervioso y cardiaco. Cada una de nuestras células contiene una información biológica que incluye las distintas frecuencias con las que vibra el alma. Podríamos decir que estos biofotones registran la gama de luz espiritual que nos envuelve, lo que hace que los campos energéticos se vistan de gloria o, por el contrario, se empañen con las frecuencias densas que establece el Yo. Así, por ejemplo, le sucede a la mente. Estamos educados en apreciar «lo conveniente» como una serie de rasgos psicológicos o códigos morales que, sin conciencia, al Yo le proporcionan una cierta seguridad. Los códigos de valor prescritos se convierten pues en ortopedias estimulativas para el subconsciente. Esto significa que si alguien con quien nos relacionamos se ajusta a nuestra forma de pensar y sentir, aceptamos y nos sentimos bien; mas, por el contrario, si alguien no se comporta o piensa como el Yo requiere, forzamos en el alma una concreta molestia que nos lleva al rechazo y al desamor. En consecuencia, el ser humano común no estará preparado para amar, esto es: asumir la realidad de las personas que caminan junto a nosotros, por muy dispares que se muestren. El semáforo rojo que encendemos habitualmente en el inconsciente genera sensaciones ambiguas que nos llevan al desafecto. Como usualmente se pretende no soportar el conflicto que fuerza el Yo, el sujeto se educa para darle fuerza a su consideración, ya que lo contrario presupondría una inquietud que lo descorazona. La capacidad de relativizar, de no darle peso a los dilemas, de asumir y disculpar, no sólo se convierte en el preámbulo imprescindible para el amor, sino que llega a instalar el alma humana en la fuente de un gozo universal, esto es: no sujeto a las anécdotas de la vida. Por el contrario, una persona poco evolucionada elegirá situar su mente en el confort de su criterio y, asimismo, en el rechazo y la animadversión. Diremos que el placer que proporciona la validación de nuestra verdad, es de una calidad más precaria que el gozo que nos puede brindar la aceptación e integración de lo diferente. En consecuencia, el amor propio nos procura un placer más incierto que el amor hacia los demás. Desde tiempos remotos estamos educados en la exaltación del Yo. El ser humano sensible que percibe rasgando el velo del sufrimiento, aquél que despeja su campo astral de las sombras del vano criterio comprende que la felicidad sólo es posible cuando se cede el Yo, para que el alma pueda ser liberada. Asumir lo que tu semejante te procura es un ejercicio de humildad que te acerca a la Unidad; y esto, qué duda cabe, pasa por la renuncia a tantos códigos de valor que consideramos como inamovibles. Ceder el Yo-consideración para abrazar conscientemente al diferente es un milagro que puede suceder en la realidad humana, la gran aventura que desnuda al alma y le concede el estado de «gracia». Divina experiencia de la alianza, de la no resistencia, de la entrega de la postura personal para elevar la mirada a lo celeste.
Un individuo evolucionado goza desde la paz, y comprende cómo el «Ego» se vale de las artimañas ansiosas que instauran penumbra en la psique. El verdadero amor requiere de este tempo. El amor sublima la emoción, porque adquiere la capacidad luminosa de no reprobar y de no ansiar. Es una entrega hacia el pálpito del alma, es una demora tácita que fructifica la luz espiritual, en relación al afecto y a cualquier tipo de proximidad humana.
(Fragmento del tratado «Al otro lado del espejo» de Antonio Carranza)
Web.- idiconciencia.es / Email.- antonio@idiconciencia.es
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